La literatura y el cine siempre han tenido, y siguen teniendo, una relación dulce o amarga, conflictiva o apacible, cercana o lejana, repleta de rupturas y de reconciliaciones, llena de divorcios y de recomienzos, de versiones y perversiones. Dentro de esta relación, en la que las letras llevan siglos de ventaja en la constitución de su código, y el cinematógrafo, que nace de manera oficial en 1895, están los libros adaptados al lenguaje del cine y los desadaptados a él. Desde la época del colegio y de los controles de lectura, ambos ya lejanos, mantengo la costumbre de leer los libros llevados a la pantalla y viceversa. Por esos años, entre mis compañeros, cuando se acercaba el temible control de lectura, solía escucharse la frase:
–¡No leí el libro, pero vi la película!
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